Cultura cristiana, claramente

martes, 03 de marzo de 2015
BARTOLOMÉ SANZ
BARTOLOMÉ SANZ

Bartolomé Sanz es doctor en Filología Inglesa.

Con la asignatura de religión sucede lo que con el mito del eterno retorno. Periódicamente aparece, para volver al letargo un tiempo después, y así sucesivamente. Es un tema dormilón pero siempre latente y su continuo debate es consecuencia de la insatisfacción que genera su tratamiento, su implantación, del grado respeto a los acuerdos con la Santa Sede, del lugar que ocupa en el curriculo escolar siempre cambiante, del calor recibido en función del partido gobernante, e incluso del nombre que recibe, asociado peyorativamente a un periodo de nuestra historia reciente.

Releyendo unas páginas de Max Weber (aquel filósofo,  sociólogo e historiador  alemán que para poner de manifiesto su no alineación con ninguna escuela ni movimiento, ni tampoco pretensión en  crear alguno, decía: “No soy un asno y no tengo campo”), me he fijado no en su interés por el poder que se deriva de la lectura económica que hace de su entorno, sino en la influencia de la religión en el asentamiento y afianzamiento de la cultura (occidental en occidente y oriental en oriente). De hecho, la religión ocupa un tercio de su obra.

Uno se imagina a este alemán, hace más de cien años, fumándose un  buen puro en un sillón mientras pergeñaba una idea tras otra. Una de ellas era que la cultura es un sustituto secular del cristianismo. O si lo prefieren, en nuestro caso, sinónimo de cristianismo. Sin cristianismo no existe la cultura occidental. En mi opinión, la materia curricular de religión dejaría de ser polémica si pasara a llamarse sencillamente cultura cristiana. Cada país occidental, la suya. Y los ciudadanos, además de manejar con soltura el whatspp y hacer las gestiones bancarias rutinarias, también deberían  conocer un poco en qué se diferencia un católico de un protestante y en qué cree un musulmán. Conocer es respetar. Sin un conocimiento mínimo del otro se tiende a minusvalorarlo, a no conocer otro espacio que el que mi noria delimita.

En nuestro mundo el cristianismo rezuma en los nombres de muchas calles, en los edificios de los templos parroquiales (a veces destruidos cerrilmente y vueltos a contruir), en muchas obras artísticas de los museos, en piezas musicales, en oraciones, en ideas, en costumbres, en nombres de colegios,  etc. El principal componente estructural de nuestro ADN, queramos o no, nos guste o no, es el cristiano. Tenemos otros, pero el cristiano es el que sobresale. Quien se niegue a admitirlo lamento decir que tiene un problema grave de identidad. Cualquier escolar, si se le ofrece la oportunidad (cada vez menos), lo entiende a la perfección. Cualquier adulto, con media hora de silencio reflexivo, teléfono móvil desconectado y con un gin-tonic si es preciso, también se autoconvence fácilmente. Lástima que el comité de sabios de este país, si es que aún se reúne, no lo tenga en cuenta en sus deliberaciones, dictámenes o propuestas.

No hace falta leer la Biblia en latín, ni a Lutero,  ni a Calvino, ni el Libro del  rezo común de la iglesia anglicana, ni ver los Diez Mandamientos, ni ir a misa, ni conocer ningún acuerdo del Concilio de Trento, ni recitar el Credo in unum Deum patrem omnipotentem, etcétera. Si hacen alguna de estas coas, de todos modos, no adquirirán ninguna enfermedad contagiosa. Solo hace falta cerrar los ojos y recorrer mentalmente nuestro entorno para toparnos inmediatamente con alguna manifestación que a la fuerza nos tendría que hacer reflexionar. Pero al paso que vamos a mi no me extrañaría que, dentro de unas generaciones, instaurada la descreencia en todo (incluida la definición de cultura propuesta por los antropólogos), nuestros descendientes , actuando de una forma parecida a la de los yihadistas del Estado Islámico, acabaran a martillazo limpio con cualquier vestigio que les resulte carente de significado y que posean reminiscencias de una cultura que les es totalmente ajena. Por si no lo recuerdan, un rey inglés llamado Enrique VIII (perteneciente a la cultura occidental), a partir de 1536 mandó destruir 800 monasterios, abadías y conventos. En 1540 no quedaba uno en pie. En España, otro país de la cultura occidental, recién instaurada la Segunda República, se procedió a la quema de conventos. Mucho antes, en nombre de nuestra religión, nos habíamos deshecho de judíos y de moriscos.

Y si todo esto es tan fácil de entender, se me escapa el motivo por el cual hay una oposición tan sistemática y salvaje  a la materia de la religión católica (musulmana, judía, protestante, etc.) en la escuela. ¿Es que los padres y madres creyentes, y por tanto con una tarea doméstica añadida, se encuentran mejor capacitados que los profesores para explicar las diferentes dimensiones de nuestra religiosa y artística?  ¿Es que los no creyentes entienden que la adquisición del conocimiento se reduce única y exclusivamente al científico, como si el resto de conocimientos fueran de segunda categoría, bagatelas que se reducen a copiar y pegar fragmentos de Wikipedia para presentar trabajos? ¿Es que también queremos liquidar esta seña de identidad como se quiere hacer con la lengua autóctona, allí donde aún está viva?

 

Recordemos que si los  venecianos y los españoles  hubiesen perdido la batalla de Lepanto, si los franceses, bajo el mandato de Carlos Martel, hubiesen perdido en Poitiers en el 732, o si los austriacos y los  polacos  hubiesen perdido en Viena en 1683, casi seguro de que hoy media Europa hablaría árabe y profesaríamos algún credo de la umma.

 

Eso sí, el ateo tiene la enorme ventaja y suerte de no tener que plantearse preguntas sobre ningún tipo de vida más allá de la muerte; para el ateo todo es material y no existe nada después de la muerte. El creyente o religioso necesita encontrar sentido a este valle de lágrimas y se afana, sobre todo cuando acecha la muerte, en la búsqueda de una dimensión espiritual que lo material no le ofrece. Lo espiritual es minoritario, es de índole personal y prácticamente de catacumba. Nada que ver con esas manifestaciones multitudinarias que se dispensan últimamente a los papas, como si de estrellas de rock se trataran.

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